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Brees puede hacer mucho más que Kaepernick

Siempre he pensado que los deportistas de élite tenían una responsabilidad para con quienes les habían elevado a los altares y les habían puesto bajo el foco, sobre una tribuna inmejorable para cambiar las cosas. Más allá del fair play sobre la cancha, los deportistas tienen para mí esa obligación moral y social de posicionarse y amplificar la voz de los anónimos, para que sea escuchada y hacer posible el cambio.

Una de las plataformas más grandes que se me ocurren son las grandes ligas deportivas norteamericanas, por su capacidad para influir en la conciencia social del país más trascendente del mundo debido a su onda expansiva hasta casi el último rincón del planeta. Más aún en la era digital y de las redes sociales en que vivimos.

Ese ejercicio de responsabilidad al que me refiero fue driblado hace unos cuantos años por algunos deportistas que hoy seguimos considerando entre los más grandes de la historia. Nombres como Magic Johnson o Michael Jordan, desconozco si en un contexto muy diferente al actual, eludieron ese compromiso cuando dominaban su competición y los mercados: “los republicanos también compran zapatillas”, afirmó el 23 eterno de los Bulls. Referentes sociales como aquellos quizá habrían podido cambiar las cosas, o quizá no. Sea como fuere, el baloncesto en Estados Unidos ha ido convirtiéndose poco a poco en un deporte más democrático, y más demócrata. No sólo porque David Stern y Adam Silver, los dos últimos comisionados de la NBA, son dos demócratas reconocidos, sino porque el poder de las franquicias pertenece de forma equilibrada a propietarios de una y otra tendencia política.

La NBA es una competición que ha evolucionado paulatinamente a un deporte más físico, y ha visto como el jugador de color se ha ido imponiendo al de raza blanca. Incluso ha hecho guiños a otras razas (y mercados, tampoco nos engañemos) con fichajes como el del chino Yao Ming a principios de los 2000. A nivel de competición, ha sabido reinventarse socialmente  a medida que evolucionaba de forma inexorable a lo que es hoy. Lejos queda aquel menosprecio al que algunas aficiones de raza blanca sometían desde la grada (llena o vacía) a los jugadores de color, incluso de su propio equipo. El legendario Bill Russell, artífice principal de aquellos Celtics multicampeones de los años 50 y 60 (hasta 11 títulos en 13 años) nunca fue amado ni respetado por sus propios aficionados, a los que bautizó como “la afición más prejuiciosa del planeta”. Y ninguno de sus compañeros de raza blanca por aquel entonces salió nunca en su defensa. Ni siquiera Bob Cousy, la estrella blanca del equipo, cuya complicidad con sus compañeros de color sirvió para relativizar la desigualdad racial y cuyo silencio al no condenar el racismo ralentizó el proceso del movimiento por los derechos civiles en Boston. Algo que terminaría haciendo muchos años después en un claro síntoma de arrepentimiento y redención.

Quien sí lideró una lucha activa, también por aquella época de los años 60, fue Muhammad Alí. Éste inició su actividad social después de ganar la medalla de oro en los JJOO de Roma en 1960, cuando en una cafetería de su Louisville natal el camarero se negó a servirle en su mesa. Años más tarde, su postura se acentuaría hasta el extremo al desafiar al gobierno de los EEUU por negarse a ir a la guerra de Vietnam con su legendaria frase: “no tengo problemas con los Viet Cong… porque ningún Viet Cong me ha llamado nigger”. Aquello le enemistó completamente con el gobierno norteamericano por ser la primera personalidad en pronunciarse públicamente contra la guerra. Apoyado por otros deportistas estrella de la época, consiguió el permiso para no ir, y su voz comenzó a escucharse con fuerza y tormento en la comunidad blanca y a gritos en la comunidad negra, que le abrazó como uno de sus líderes por hacer llegar su mensaje de un modo desafiante.

Bill Russell, Muhammad Alí, Jim Brown y Lew Alcindor (Kareem Abdul-Jabbar). Foto: Tony Tomsic / Getty Images.

Aquel mensaje, el cual pareció diluirse durante décadas ante la comunidad blanca, estalló a gritos en las calles en forma de revueltas de la población negra. En varias ocasiones, policías blancos fueron absueltos después de asesinar a ciudadanos de color. La presión y la opresión se acentuaron en las calles, con revueltas como la del barrio de Liberty City en Miami en 1980 y la de Los Ángeles en 1992, a las sucedieron varias más en años posteriores.

Y en ese letargo de liderazgo deportivo, mudo por la falta de una voz que gritara la injusticia racial que seguía sufriendo el país, emergió en 2016 la figura inesperada de Colin Kaepernick, quarterback de los San Francisco 49ers. Tres años después de surgir de la nada para liderar a su equipo hasta la Superbowl de 2013, decidió traicionar la tradición de ponerse en pie al son del himno nacional durante el preludio de un partido de pretemporada frente a los Green Bay Packers. «No voy a ponerme de pie para mostrar orgullo por la bandera de un país que oprime a los negros y a las personas de color. Para mí, esto es más grande que el football y sería egoísta por mi parte mirar para otro lado. Hay cuerpos en la calle y personas a las que se les paga su licencia y escapan del asesinato».  El país entero se estremeció. Los viejos fantasmas de una lucha anestesiada por los poderosos volvió a caer a plomo, y esta vez lo hizo sobre el football, que no es el baloncesto. La NFL no ha experimentado esa democratización como la de su homóloga de las canastas. Es una institución liderada por propietarios muy chapados a la antigua, en su mayoría muy afines y hasta donantes de la campaña del presidente Donald Trump, con quien Kaepernick se enemistó muy pronto en una lucha de declaraciones.

Pero bajo mi punto de vista, aquel movimiento de protesta de Kaepernick encerraba muchas incógnitas, ya que acababa de perder la titularidad frente a un discutible Blaine Gabbert y cada declaración que salía de su boca parecía estar profundamente meditada y preparada. Como si hubiera estado esperando el momento. Así que una vez supo que el nuevo staff no contaba con él, reestructuró su contrato para facilitar su salida del equipo a final de aquella temporada. Después, el flirteo de varios equipos con la idea de ficharle aquella offseason terminó con la contratación de varios jugadores peores que él y con una demanda por confabulación a la NFL para no ficharle, de la cual llegó a decir que tenía pruebas. Joe Lockhart, alto cargo de la liga durante aquellos años, afirmó que “un ejecutivo de un equipo que consideró ficharlo, me dijo que si lo hacían proyectaban perder el 20% de los abonados de temporada». Kaepernick pasó a ser un problema incómodo para la liga y se convirtió en tabú. Así que fue Nike quien lo mantuvo a flote como su imagen de campaña y de compromiso con la causa. A razón de 10 millones de dólares anuales para el mártir de Kap. Nike lo hizo bien.

Kaepernick… quien se supone que afirmó tener las pruebas de aquella confabulación para no ficharle, cedió a un acuerdo por 10 millones de dólares para pasar página. Quién sabe si porque en el fondo creía aquella batalla imposible pese a saberse con la razón. Pero le puso precio a su reivindicación y renunció a seguir luchando aquella ruidosa batalla. Ese es para mí el mayor debe de Colin Kaepernick, abandonar la lucha cuerpo a cuerpo y seguir avergonzando a quienes avergüenzan a sus hermanos, como habría hecho Muhammad Alí. Pero no lo hizo. Y al zanjar ese tema con un acuerdo, la NFL se fue de rositas y la lucha se quedó en el gesto pacífico bien intencionado (pero efímero) de gran parte de los jugadores de la liga con la rodilla en tierra antes de los partidos. Lo pienso hoy y aquella estampa de los propietarios acompañando a sus jugadores me ha terminado pareciendo otro incendio sofocado, más que un propósito de enmienda, ya que incluso acabaron prohibiendo el gesto de protesta con la rodilla en tierra.

Eric Reid y Colin Kaepernick durante una de sus protestas. Foto Mike McCann / AP

Y digo efímero porque desde entonces poco o nada ha cambiado en la liga, la cual ha intentado recientemente implantar una estúpida medida para fomentar la contratación de entrenadores de color. Y poco ha cambiado en las calles, donde se han seguido sucediendo esperpénticos sucesos en los que la policía sigue abusando de su poder, costándole la vida a más ciudadanos de raza negra. La última, la de George Floyd la pasada semana, cuya escena aún me retuerce todo el cuerpo, porque no me la puedo quitar de la cabeza. Aunque sólo la haya visto una vez. Y ahora Kaepernick llama a la lucha, aquella que él rehuyó hace cuatro años. Lo siento Colin, ya no está en tus manos. Está en manos de tus colegas deportistas profesionales que incendiaron las redes sociales con más condena pacífica, y en manos de tus compatriotas de color, con protestas violentas en las calles. Pero nada parecía estar cambiando. Hasta que llegó Drew Brees. Joder, Drew Brees.

El quarterback legendario de los New Orleans Saints acudió al fuego con gasolina cuando en un contexto que ya costaba digerir hace cuatro años, recuperó el rancio discurso de Donald Trump y del espíritu republicano de respetar la bandera en alusión a sus derechos (los de Brees y los republicanos digo). Otra vez la bandera, que parecía que ya estaba claro qué significaba y qué no. Pero no, no lo estaba, y ese fue el problema. «Nunca estaré de acuerdo con alguien que no respete la bandera de los Estados Unidos de América» dijo. Y le saltó a la yugular casi todo el país. Entre ellos muchos de los jugadores de color de su propio equipo. Y con razón. Le dejaron botando la pregunta de “¿qué vas a hacer como líder de tu comunidad?” en un contexto ya agitado de por sí, y se metió en el jardín del bien y del mal con el pie izquierdo. Nunca es un buen momento para remover fantasmas, pero menos aún con la que estaba cayendo en Estados Unidos.

Aunque peor fue su disculpa prefabricada ante la tormenta, que no es la de una persona que ve en la bandera de los Estados Unidos un símbolo de libertad. Con un sentimiento aparente de arrepentimiento y dolor, pareció haber entendido de repente que, a diferencia de sus hermanos negros, si comete una infracción al volante, a él no le sacarán del coche y su vida no correrá peligro. Que las oportunidades que él ha tenido en su vida, muchos de sus compañeros sin ir más lejos, no las tuvieron. Y que el respeto que él pedía para su bandera es el mismo respeto que sus compatriotas de color piden con su gesto pacífico al arrodillarse. Tal y como le dijo Malcom Jenkins, uno de los compañeros de equipo que más le criticó, esa protesta pacífica que tanto molesta a los blancos no es más que una llamada a la acción para éstos. Para que condenen también la represión y la injusticia que sufren las minorías del país. Y eso es lo que entendieron líderes de raza blanca del deporte como Gregg Popovich o Kyle Shanahan, que reconocieron haber evitado el problema desde su privilegio de influir sobre el resto de ciudadanos de su misma raza.

Quiero pensar que las declaraciones de Brees han servido cuando menos de detonante para cambiar el chip en la cabeza de muchos de sus compatriotas. Tanto, que incluso la NFL se ha visto obligada a salir a dar un comunicado en la figura de su comisionado. El problema llega cuando el mensaje que escuchas de Roger Godell es extrañamente complaciente con su 74% de jugadores de color, condenando el racismo, reconociendo que se equivocaron y que debieron escuchar antes la protesta de sus jugadores. Todo ello bien condimentado entre muchos slogans muy de moda estos días. Y además no escuchas ni nombrar a Kaepernick, cuya carrera deportiva destruyeron, ni comprometerse a dejar de inyectar dinero en la campaña de Trump. Suena a otro discurso bien empaquetado, como el de Kaepernick en las campañas de Nike, el de arrepentimiento de Brees por el miedo a dinamitar su equipo en su última temporada, y el de todo aquel que tiene voz, pero también intereses económicos de por medio en todo este asunto. No suena como el mensaje de la calle, ¿verdad?

Echo de menos líderes. Líderes de verdad. Líderes como los de la comunidad negra, pero de la comunidad blanca republicana, de esos que hacen temblar los cimientos del sistema cuando hablan. Echo de menos a Bill Belichick y Tom Brady, que siguen rehuyendo hablar del tema por no traicionar su amistad con Trump o la fidelidad de sus patrocinadores y fans, que como dijo Jordan, también compran zapatillas. Con su silencio se convierten en una versión actualizada de aquel Bob Cousy de los Celtics. Quizá se arrepientan como él algún día de no haber tomado parte de forma más activa.

Y llego al final a la conclusión de que la salida de tono de Brees quizá sea ese detonante  que el conflicto necesita en el punto en el que está. Un millón de conversos de color tiene en este momento de la historia menos peso que la conciencia y la voz de un converso de raza blanca con su historial impoluto. Drew Brees, por lo civil y por lo criminal, se está estrellando contra la aplastante realidad, y en alguien como él, tan comprometido de forma sincera con su comunidad (la de la Louisiana confederada, no una cualquiera), que ha hecho mucho más que donar millones de dólares (que también), puede ser ese líder inesperado que necesite este movimiento que ahora ya está en el otro lado de la barricada.

Drew Brees y el resto de sus compañeros arrodillados durante el himno. Foto: AP

En septiembre llegará el momento de renegociar las condiciones de la reanudación de la competición y el salary cap para los próximos años para reajustarlo a las pérdidas por el COVID. Propietarios blancos y jugadores negros tienen ante sí la oportunidad de hablar de algo más que números y virus. Ha llegado la hora de escuchar, como decía Godell, y de impulsar el cambio. Y para ello serán necesarios líderes que den un paso adelante sin preocuparse de su reputación o sus ingresos. Drew Brees, quizás en su última temporada como jugador, y con toda la que ha liado, me parece el mejor candidato para hacerlo. Ha llegado el momento de que las acciones no nos dejen escuchar los discursos políticamente correctos. Porque si el deporte no aprovecha este nuevo momento caliente en pos de la lucha por los derechos civiles y la igualdad racial, ya nadie podrá convencerme de que el racismo se terminará en Estados Unidos cuando deje de ser rentable para los que mandan desde la sombra.

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